jueves, 17 de marzo de 2011

El silencio de las pateras.

EL SILENCIO DE LAS PATERAS ES DEMOLEDOR.

«El silencio en la patera es demoledor»
«Tuve un trabajo de vigilante nocturno, de tiendas de griegos que vendían aceite, muy bien pagado, 63 euros mensuales. Me cogieron después de hacerme pelear con otro candidato. Trabajaba y comía, ahorré un poco. Estuve ocho meses. Yo seguí, mi compañero se quedó. Desde Bamako en una pick-up atestada de personas llegué a las puertas del desierto. Hay que cruzar desde Mali, uno de los países más pobres del mundo, a Argelia y no se puede hacer más que de forma clandestina. En situación de espera había unas 800 personas cubiertas con lonas que los protegen del sol. Tenía dinero, unos 40 euros, pero allí los que mandan, los tuaregs, no se andan con muchos miramientos. Lo primero que hacen es requisarte todo lo que tienes de valor y después tienes que pagar otros 27 euros que puedes conseguir trabajando, haciendo ladrillos de tierra o descargando camiones de dátiles. El salario es 1,20 euros diarios o, lo que es lo mismo, 23 días de esclavitud. Estando a la espera un día llegó una furgoneta con tres personas moribundas. Una de ellas, una mujer contó que habían salido tres pick-ups con 26 personas cada una. Cuando llevaban unas 12 horas de viaje, un vehículo pinchó. Los tres chóferes ordenaron a la gente bajarse de los vehículos y en los dos útiles se fueron a la búsqueda de repuestos. No se supo más de ellos. Los viajeros fueron muriéndose hasta que una furgoneta y recogió a los tres moribundos. Cuando junté los 27 euros compré mi derecho a viajar. Tardamos 36 horas pero llegamos a Tamaraset (Argelia). Aquí lo habitual es que te cojan y te lleven a la cárcel y así ocurrió. En la prisión no se estaba mal, se comía aceptablemente y al cabo de mes y medio me pusieron en la frontera de Chibrik. Vuelta a empezar; caminé por el desierto y al cuarto intento llegué nuevamente a Argelia. De allí hay que pasar por Marruecos y es un camino peligroso. Logré aprenderme el camino y me convertí en guía. Cobraba 150 euros por cada uno que traspasaba. Día a día llegué a tener 1.600 euros, cantidad que me posibilitaba embarcarme en una patera. Es la prueba de fuego para unos viajeros que no saben nadar; para un piloto que no tiene brújula. Pero ha llegado el día de dar el salto de la tierra al mar. Es el día de la patera. Ponerte en contacto con una embarcación es sencillo: sus dueños no se ocultan. Salen, si hace buen tiempo, a la vista de todos. El precio es de 1.500 euros hasta la costa. A los mandos, jóvenes sin experiencia que comienzan el viaje con la osadía de los ignorantes Hoy las cosas han mejorado, pues suelen ir provistos de GPS. Las 5.30 de la madrugada. Las instrucciones que al patrón se le daban era todo hacia arriba, hacia el norte y no dejar de ver la costa. El silencio de la patera es demoledor y cómplice. Las pateras se hacen con maderas blandas. No están preparadas para mares abiertos. La mía era la última de las tres que salieron; cuando llevábamos ya bastantes horas de navegación, sin que ocurriese nada especial vimos que la patera que navegaba delante se abrió y cómo el mar se tragó a sus ocupantes. Algunos debieron de agarrarse a las tablas. Nadie dijo nada, seguimos caminando, mejor navegando en el mismo silencio con el que salimos. Quietos, sin movernos ni para mear. De vez en cuando una ola nos amenazaba pero nadie decía nada. Es la aceptación de la fuerza del destino. La noche es patética, cada segundo puede ser el último. A las 36 horas avistamos nuevamente la costa. No hubo gritos de alegría ni muestras de júbilo. El viaje es atroz. Además es una etapa que se cubre pero nada definitivo. Resultó ser Fuerteventura, en donde nos esperaba la Guardia Civil. Nos llevaron a un centro de internamiento. Allí estuve 38 días. Al principio todo parecía de lujo, pues estábamos bien instalados, pero los días pasaban y a los 40 me tenían que dejar libre. Al final nos subieron a un avión y aterrizamos en Madrid. Fuimos directamente a una comisaría. Me identificaron por enésima vez, me dieron un paquetito con una manzana y un plátano y me despidieron. Tantas penurias y al fin había llegado. Nadie se fijaba en mí. Era la meta de una carrera que había empezado dos años antes y no sabía muy bien qué hacer. Estaba en Europa, un pobre camerunés, solo y sin papeles. Mi primera decisión fue arrimarme a otros con mi misma piel y con ellos me convertí en aparcacoches, viví en una chabola y desarrollé instintos violentos. Rayé más de un coche por no darme propina. Un día un colega me dijo que se iba a Vigo, pues alguien se lo había recomendado. Fue un viaje fácil y la perspectiva no era mala ya que en ese quehacer si se tiene una buena zona se obtiene un salario aceptable. En primera línea hay quien llega a 50 euros diarios. Pero fui consciente de que tenía que hacer algo más: un viaje tan largo solo se justifica si se consigue el objetivo de convertirse en ciudadano con papeles, con trabajo». Y lo ha logrado. Lleva diez años en Vigo, tiene DNI español y aspira solo a vivir dignamente

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