domingo, 17 de abril de 2011

PALESTINA, PALESTINA......LUEGO, ISRAEL.

Israel en Palestina: El Holocausto y la intervención inglesa
FUENTE: NEO CLUB / Juan Benemelis

Para Occidente, el Oriente es todo ese vasto espacio que se halla tras la línea imaginaria que corre de Grecia a Turquía, con lugares exóticos poblados de masas indiferentes con su mentalidad, cultura, política y características raciales típicas.

Un sinnúmero de conquistadores se hicieron de Palestina, e incontables diásporas esclavizaron y dispersaron las tribus hebreas. Los faraones fueron los primeros y los ingleses los últimos.
La autonomía del Estado judío en la Historia sólo duró 60 años, y dejó de existir con la revuelta de Masada a manos de los romanos.

Palestina fue clausurada para los judíos luego del nacimiento del Islam, y en 1516 la región era incluida como provincia del Imperio Otomano. Dentro de los confines de la Europa cristiana occidental los judíos fueron perseguidos hasta que Inglaterra le abrió las puertas con la Revolución Gloriosa del siglo XVII. Hacia el Este su suerte sería más fácil por la escasez de artesanos calificados y de literatos, protegiéndose en barrios urbanos los “ghettos” judíos. Tuvieron que pasar cincuenta generaciones para que la obsesión de regresar a la tierra que Dios concedió a “su pueblo” dejara de ser un mito romántico.

El Renacimiento, la Reforma protestante (terriblemente anti-semita en sus comienzos), y la Revolución Industrial abrieron las puertas de las universidades, de la política y del comercio a los judíos. Las fronteras nacionales comenzaron a cambiar y la cultura europea se embarcó en una brutal transformación. Pero en Rusia y Polonia, donde las ideas democráticas occidentales nunca echaron raíces, aquella comunidad cerrada que había permitido a los judíos sobrevivir en toda la Edad Media se transformó en una trampa. Ante el terror antisemita que destruía la judería europea, los que añoraban el retorno a la “Tierra Prometida“ (Theodor Herlz, Maurice de Hirsch) inventaron el Sionismo; y los que buscaban asimilarse a la sociedad europea (Mosse Hess, Karl Marx) idearon el Comunismo.

Herlz y Hirsch con su Asociación de Colonización Judía negociaban la emigración hacia Argentina o Brasil, y regateaban un territorio en África. Herlz en su The Jewish State rechazaba la asimilación a favor del hogar nacional, obviando a los pobladores de Palestina. Sin una migración masiva el Estado judío permanecería como un sueño romántico, por eso los británicos forcejeaban con el proyecto de asentamiento judío en Jerusalén, rechazado, claro está, por los sultanes turcos.

Antes de la Primera Guerra Mundial, Palestina era una provincia dentro del Imperio Otomano, y al concluir esa guerra cayó en la esfera de influencia británica. Los árabes reclamaban a Palestina, prometida por los británicos, pero Londres se atenía al acuerdo con Francia y Rusia de internacionalizar ese territorio. Leal a su vieja tradición de divide y vencerás, los británicos prometían Palestina a los árabes a través de T. E. Lawrence y a los judíos a través de la “declaración Balfour”, sembrando la semilla del actual conflicto árabe-israelí.

Si la identidad judía se hunde en la Antigüedad, la de los palestinos nace con la posguerra. Los árabes abrazan la noción de un derecho histórico absoluto e inalterable, sin cambios de ocupantes territoriales, y donde no cuentan los desplomes de imperios. En Occidente, este derecho es revocable y se puede perder en la historia, como sucedió con los romanos, con Bizancio, con el imperio Turco y como ha sucedido precisamente a los árabes de Palestina. Esto significa que los árabes no conceden legitimidad a una nueva creación estatal sobre territorio de otro, como Israel, mientras Occidente rechaza la intemporalidad y legitima un hecho consumado actual.

La reacción árabe al Sionismo nunca fue ni ha sido del todo monolítica. El poderoso clan de Hussein, cuyo patriarca encabezaba el Consejo Supremo Musulmán en Jerusalén, estaba opuesto a la inmigración de los judíos, pero el prominente clan de los Nashasibis favorecía tal inmigración, promulgaba una política de compromiso e incluso la partición de Palestina entre judíos y árabes.

Del territorio que comprendía Palestina los británicos crearon dos entidades en 1921. Una de ellas, al este del río Jordán, se llamó Transjordania, o más simplemente Jordania, y fue cedida al jefe beduino Abdullah Ibn Hussein. La otra comprenderá la franja del Jordán al Mediterráneo, donde los árabes palestinos y los judíos forcejeaban por el control bajo el Mandato Británico. Entre 1922 y 1947 la crisis en Palestina no fue primordialmente una lucha entre árabes nativos y colonos judíos, sino entre estos últimos y las autoridades británicas.

Dos personalidades judías de vertientes opuestas, el comunista León Trotsky y el sionista Vladimir Jabotinsky, pronosticaron en toda su dimensión las consecuencias terribles que para los judíos y para la comunidad internacional traería el ascenso al poder del partido Nazi en Alemania. Los árabes contaban con la victoria alemana para independizarse de Francia e Inglaterra, y clausurar la emigración judía a Palestina Los palestinos rebeldes como Al-Husseini, Gran Muftí de Jerusalén, escaparon a la Alemania de Hitler donde recibieron apoyo para su plan contra los judíos de Palestina, incluyendo facilidades radiales desde Berlín.

El XXII Congreso Sionista, que sesionó en Basel en diciembre de 1942 se vio obligado a decidir que el estado de Israel (Eretz Israel) tendría que establecerse en medio de un compromiso territorial al precio de una partición. Los sionistas pensaban que la manera de establecer un estado judío era, por un lado forzar a que los británicos levantaran las restricciones migratorias hacia Palestina, y por el otro fortalecer las fuerzas paramilitares judías de auto-defensa, como la Haganah, el Irgún y la Banda Stern. La estrategia de la Haganah descansaba en esperar por que se materializara la promesa británica de ceder a Palestina. Por su parte, la “Banda Stern” fundada por Abraham Stern, era el grupo más violento del arco-iris sionista.

El Irgún era una mezcla de judíos orientales ortodoxos, principalmente polacos, básicamente anti-marxistas e imbuidos de un feroz fervor mesiánico. Menajen Begin, ex prisionero de Stalin, se transformó en el líder natural de esta letal organización clandestina. Los judíos se hallaban contra la pared no sólo en la Europa ocupada por los nazis que amenazaba con extinguir toda la población judía, sino también en Palestina en medio de un antagónico océano de árabes que de atacar en masa podrían también aniquilarlos. Para Begin era imposible lograr un estado sin una guardia pretoriana judía en medio de un territorio hostil y en contra de los deseos de las autoridades coloniales británicas.

Los sionistas nunca debatieron qué hacer con la población árabe que vivía en los confines de Palestina. El Consejo Judío consideraba con candidez que los árabes se integrarían en el estado judío. Esta indecisión era un elemento importante utilizado por Gran Bretaña para justificar el Mandato y mantener una cuota baja de inmigrantes, restricción que a los ojos del mundo se tornó cruel a medida que, tras la caída alemana, se conocía el horror de la “solución final”. Los árabes, por su parte, forjaban su estrategia, en la cual se formaría un estado palestino árabe con algunas comunidades judías, pero excluyendo a los refugiados de los campos de concentración europeos.

Los políticos británicos subestimaron a los líderes sionistas, y a medida que aumentaban la presión, el Irgún de Begin respondía escalando los actos terroristas. Los ingleses respondieron ahorcando a los militantes del Irgún, y éstos a su vez ahorcaron a soldados ingleses. Los ingleses instalaron a los refugiados judíos en desmantelados campos de concentración en Alemania. El mundo se horrorizó ante la insensibilidad moral británica y un indignado presidente de Estados Unidos, Harry S. Truman, influyó para que el premier británico Attlee no cediera a las presiones árabes y evacuara el territorio.

La ONU entonces, anunció un plan de partición de Palestina. En los debates la URSS apoyó el plan de partición y la creación del estado de Israel. Stalin fue el segundo jefe de estado (después de Truman) en reconocer al estado de Israel. En su discurso el delegado soviético Andréi Grómiko apuntó que esta decisión satisfacía las demandas legítimas de la nación judía, donde cientos de miles de judíos carecían de un hogar nacional. El 15 de mayo de 1948 Ben-Gurión declaró la existencia del estado de Israel, y la ONU nominó al aristócrata sueco Folke Bernadotte para mediar en la partición palestina. Por vez primera se revertía el milenario destino judío de convivir en la Diáspora.

El impacto que tuvo en la conciencia mundial la virtual destrucción de la judería europea en los crematorios alemanes cedió finalmente Palestina a los supervivientes del Holocausto. Así, el legado de Hitler, lejos de ser la eliminación de los judíos, irónicamente resultó en la formación del estado judío. Pero los ingleses dejarían un embrión de estado a su suerte, rodeado de enemigos árabes en la convicción de que se produciría una guerra que arrasaría con las pobres fuerzas combatientes judías y con la ilusión de una patria en Palestina. Así, los ingleses crearon ex profeso el dilema árabe-judío en Palestina.

Londres se fue lavándose las manos. El 29 de noviembre de 1947 la ONU aprobó la partición de la Palestina occidental en dos estados: uno para los judíos que comprendía el desierto del Negev, la costa Tel-Aviv a Haifa y parte de Galilea, y otra para los árabes palestinos que consistirá en la Orilla occidental del Jordán (la Cisjordania), el distrito de Gaza, Jaffa y los sectores árabes de Galilea. Jerusalén, solicitada por judíos y musulmanes por ser para ambos “ciudad sagrada”, supuestamente se transformaría en un enclave internacional bajo fideicomiso de la ONU.

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