domingo, 15 de abril de 2012

El muro de Jerusalem

Otro mundo detrás del muro
Los refugiados palestinos del campo de Shuafat relatan una historia de décadas de violencia y falta de perspectivas. Cómo es vivir a un paso de Jerusalén, pero lejos de toda posibilidad de progreso.
FUENTE: La Voz| Romina Reisin (Especial desde Jerusalén)

"¿Qué ves al frente tuyo?”, me pregunta Kamel por teléfono. “Un negocio de cigarrillos y otro de shawarma”, le contesto. “¿Y ahora pasa el tren justo al frente tuyo?” Le digo que sí, que estoy sentada en el banco de la calle Yafo.
El tren liviano de Jerusalén es todavía una atracción y un punto de referencia. A lado del semáforo veo a Kamel, nos saludamos de lejos: rulos negros, gel en el pelo, saco sport, sonrisa.
Subimos una callecita hasta la oficina municipal donde trabaja en el área de Desarrollo de la Juventud. Por la puerta sale un judío ultra ortodoxo y entra Kamel, árabe musulmán.
Shalom , qué tal. Parece que los dos trabajan juntos. Subimos las escaleras y entra Iosi, judío no religioso, a la oficina de Mahmud. “¿Ahora que te dejaste los rulos te hacés el serio?”, le pregunta entre risas Iosi a Kamel. Subimos al auto y yo pienso que vivimos en una ciudad de absoluta justicia y amistad.
La muralla. ¿Qué veo frente a mí?, me pregunto luego de 15 minutos de viaje desde el centro de la ciudad. Estamos en la fila con un par de autos más por entrar al campamento de refugiados palestinos Shuafat. El muro es grande, el puesto de control está muy iluminado y hay varias casillas desde donde salen soldados israelíes. Parece una estación de servicio militar.
Por primera vez en el día y en muchos meses de vivir en la cosmopolita Tel Aviv, me siento nerviosa. ¿Quién me manda a meterme a un lugar así, desconocido y cerrado por una muralla? ¿Cómo entro? Y más importante, ¿cómo salgo? Me quedo muda. Nadie me pregunta nada, seguimos, pasamos, entramos.
Entrada. Lo que aparece en frente de mí 10 segundos después del control militar es otro mundo. Siento que estoy en alguno de los pueblos de Jordania que visité o me imagino en Siria o el Líbano. Este campamento no es como suena. No hay carpas, ni fogones, ni tampoco puestos de la ONU, como se ven en las fotos de África. Al rato comprendo que es bastante parecido a algunas de las ciudades gobernadas y habitadas por palestinos que conocí por estos lados.
Más allá de que los carteles de los negocios están todos escritos en árabe, los colores de las vidrieras son diferentes y algunas mujeres van con la cabeza y el cuello cubiertos. Hay mucha, mucha gente en la calle.
Kamel y Mahmud, los jóvenes con los que viajo en el auto, me van señalando: en este quiosco se juntaban a comprar droga antes; en esta esquina venden la droga ahora; sí, acá entre toda la gente. Acá me incendiaron el auto. ¿Ves acá los huecos esos? Son de los tiroteos entre las familias.
Estacionamos y el portón se cierra. Es un edificio público, donde hacen fiestas de casamiento y reuniones. Intentamos sacar algunas fotos del campamento desde el techo del edificio, pero ya está oscureciendo y no salen muy bien. La idea era charlar con Saher, otro joven que me contaría su historia, pero veo entrar a la habitación a cinco hombres mayores que me invitan a pasar. En el salón hay una cama de una plaza contra la pared del fondo y una mesa grande, una cafetera árabe con café negro y vasos de plástico.
Me doy vuelta porque oigo algo y veo que en la pieza de al lado cuatro hombres comienzan a rezar y se arrodillan sobre sus alfombras. Con la música de las oraciones de fondo, Kamel me cuenta que ellos son como los “gobernadores” del campamento, hombres que se dedican en su tiempo libre y sin cobrar a trabajar por mejorar la calidad de vida de la gente y a oficiar como jueces o mediadores en conflictos internos.
Nos sentamos a la mesa y después de unos minutos de hablar entre ellos en árabe, Kamel me dice que el hombre que está a mi lado quiere saber quién soy, cuál es el objetivo de mi nota, la agenda del diario y cómo llegué a ellos.
Le respondo como acostumbro, shalom , en hebreo, y rápido digo salam , en árabe, hasta que me doy cuenta de que hablaremos en inglés: Hello .
Le digo que soy argentina, que hace un tiempo vivo en Israel y que no pretendo ser objetiva, porque es imposible, pero que sí vine a escuchar lo que tienen para decir y poder contarle a gente que vive en la otra punta del mundo cuál es la historia de los habitantes de este campamento. El hombre de pelo corto deja su postura desconfiada, me mira. “Bienvenida, gracias por haber venido y por interesarte en el campamento y su gente”.
Un lugar mejor. Cuando estos hombres eran chicos, hace más de 45 años, el gobierno de Jordania, que tenía en ese entonces el control sobre Jerusalén, decidió junto con la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo (Unrwa) transferir a 500 familias al campamento.
Desde sus casas en la Ciudad Vieja de Jerusalén los llevaron con el argumento de que las construcciones donde residían eran poco saludables. “Nos invitaron cordialmente a irnos sin permitirnos rechazar la invitación”, cuenta Abdelkarim con ironía. “Nacimos en el barrio marroquí de la Ciudad Vieja y nuestras casas eran normales, teníamos algunos árboles incluso. Pero nos prometieron llevarnos a un lugar mejor”. Así llegó él con su familia a Shuafat.
El campamento de refugiados resultó no ser lo que esperaban. No había agua corriente sino que había que transportarla en baldes; tampoco había energía eléctrica sino lámparas de gas y velas. Y ocho letrinas públicas para todos los habitantes. “Nos dieron una pieza por familia. No una casa; una habitación para toda la familia, sin baño ni cocina”.
Luego de 10 meses de haber llegado se desató la guerra de los Seis Días en la que Israel conquistó Jerusalén Oriental y Cisjordania, y así el campamento de refugiados palestinos pasó de dominio jordano a dominio israelí.
“Con la nueva situación comenzamos a trabajar para mejorar nuestra calidad de vida”, cuenta Abdelkarim. “Teníamos agua corriente, electricidad, servicio de recolección de basura, aunque llegaron nuevos refugiados después de la guerra. El problema de infraestructura, desde nuestro comienzo, es que cada familia, dependiendo de sus ingresos particulares, comenzó a construir una nueva pieza, un baño interno en la casa, una cocina. Pero lo hacían solos, sin ingenieros ni arquitectos. Construían hacia los costados, hacia arriba. Ahora, con el gran crecimiento de la población y el encierro, ya no queda un lugar sin construir en el campamento”.
Formalmente hay 12 mil habitantes en el campamento, pero según Abdelkarim, que trabaja como ingeniero en la ONU hace 30 años y aún vive allí, hay 25 mil personas en total.
Además del alto crecimiento natural de una población culturalmente acostumbrada a tener muchos hijos, muchos palestinos se mudaron desde otros lugares de Israel para poder proteger su estatus legal. “Somos el único campamento de refugiados en Jerusalén y casi todos tenemos documento de identidad azul (israelí), pero podemos mantenerlo sólo si vivimos acá, o si tenemos una propiedad o alquilamos una vivienda dentro del área municipal de Jerusalén. Así que muchos se vinieron para acá y crearon otros barrios alrededor”.
Dramas cotidianos. El campamento pertenece formalmente a la municipalidad de Jerusalén, pero desde que se construyó el muro que separa los territorios de la Autoridad Nacional Palestina, quedó en una situación límite, administrativamente adentro y territorialmente afuera de los límites de Israel. A pesar de que pagan impuestos como cualquier residente de Jerusalén, los servicios de agua y luz son mínimos. “Las ambulancias, los bomberos y la policía casi nunca entran. Nosotros tenemos que llegar hasta el control militar.”
Del otro lado, desde la Autoridad Palestina (ANP) dicen que el campamento pertenece legalmente a Israel y que sus habitantes, aunque árabes palestinos, son residentes del Estado de Israel, por lo que la ANP no tiene nada que hacer allí. Además, los árabes israelíes habitantes del campamento son muchas veces considerados por los que viven en la ANP como desleales y colaboradores de Israel.
Tampoco reciben ayuda de otros países árabes, salvo algunas excepciones. “El rey de Marruecos nos donó 200 mil dólares para construir un nuevo edificio público y si Dios quiere en un mes inauguramos también la cancha de fútbol”. La Unión Europea y algunos países en particular suelen hacer donaciones también.
La ONU, por su parte, trabaja a través de la Agencia para los Refugiados de Palestina en Medio Oriente en el lugar y es entre otras cosas responsable por el servicio de recolección de basura, promueve actividades educativas y tiene un puesto de atención sanitaria.
“Casi todos los habitantes del campamento tienen el seguro público de salud israelí, pero hay muchos, sobre todo la gente mayor, que dice que las aspirinas que receta el doctor de la ONU son mejores que las que puede dar el profesor de medicina de los hospitales israelíes”, cuenta con un dejo de gracia Aatef Abu Saleh, otro de los hombres que sentado en frente de mí se hace cargo de la charla cuando Abdelkarim se despide para preparar su viaje a Francia por un proyecto de la ONU.
“Lo que nos mató fue el muro”, continúa Abu Saleh, el corpulento sesentón apoyado en su bastón. “De repente cambiaron el programa de construcción, incluyeron a Shuafat en la línea de separación y quedamos del otro lado. Parece que no somos habitantes demasiado importantes para la municipalidad de Jerusalén”, dice nuevamente con ironía.
A pesar de que pueden salir y entrar en cualquier momento (salvo cuando el ejército decide cortar el paso por algún brote de violencia), las esperas en el puesto de vigilancia y el encierro, más los controles permanentes y la sensación de que no son parte de la ciudad, los enoja y los humilla.
El Estado de Israel decidió formalmente hacer pasar la muralla de seguridad por ahí debido a que el campamento fue lugar de origen de focos de violencia y actividades terroristas durante la intifada de Al Aksa en 2000.
Los representantes del campamento elevaron un pedido a la Corte Suprema de Justicia israelí para seguir perteneciendo al lado israelí de la muralla porque consideraban que el gobierno israelí pretendía dejarlos del lado de la ANP por razones demográficas (una estrategia para reducir la población de árabes en Israel) y no de seguridad (los que apoyan el muro dicen que ha demostrado su eficiencia en frenar atentados terroristas en los últimos años). Finalmente, la petición fue denegada y en 2011 fue construida la muralla que rodea al campamento.
“Miserable, es la palabra. Esa es nuestra situación. La muralla está construida a metros de las casas y desde mi ventana puedo ver adentro del baño de mi vecino. No hay una plaza, un jardín ni un lugar verde en todo el campamento”, se lamenta Abu Saleh. Y enseguida surge el problema que más los preocupa: la droga.
El peor de los peligros. “Si podemos rescatar a uno de cada 10 jóvenes y lograr que no entre en el juego de la droga, nos damos por satisfechos. Desde que llegaron los ‘nuevos’ (palestinos que deciden mudarse desde otras ciudades al campamento), ya no somos las mismas familias de siempre. Creció enormemente el mercado de la droga y se generó un círculo vicioso: los adolescentes no tienen qué hacer en el campamento y comienzan muy temprano consumiendo o vendiendo droga. Eso los lleva a robar o a ser violentos y muchos tienen prontuario, por lo que después les es más difícil conseguir trabajo. La policía hace oídos sordos. Esto es tierra de nadie”, asegura.
Al borde de la resignación hace un pedido: “Me gustaría que viniera un gran académico y nos dijera qué hacer para que nuestros hijos no entren en eso. Nosotros nos juntamos acá todas las semanas, pero ya no se nos ocurren más ideas”.
Irse o quedarse. La gran mayoría de los palestinos que vive en el campamento de refugiados tiene documento de identidad azul, que es igual al de los ciudadanos o residentes permanentes israelíes. Por lo tanto pueden salir y entrar del campamento, pueden trabajar afuera y pueden mudarse: irse a vivir a alguna otra villa o ciudad árabe o a ciudades de mayoría judía, incluidos los demás barrios de Jerusalén.
Sin embargo, no sólo la mayoría se queda, sino que la población creció por afluencia de nuevos habitantes. Muchos árabes israelíes se mudan al campamento para demostrar residencia en Jerusalén, porque si viven afuera pierden ese derecho.
Ya es de noche en Shuafat. Hace frío de invierno en la montaña y no queda café turco para despertarnos. Mahmud ya se fue a su casa. Me esperan Kamel, que quiere ir a ver a su hijo, y Saher, que quiere cenar con su esposa.
Antes de irme le pregunto a Abu Saleh: “Si es tan difícil la situación acá, si no ven salida para el futuro de sus hijos y tienen la posibilidad legal de irse del campamento, ¿por qué se quedan?”
La primera respuesta es política. “Antes que nada, cada momento que nosotros nos quedamos acá le demostramos al mundo que somos refugiados palestinos en Jerusalén. Que teníamos una tierra y alguien nos la robó. Y que nos quedaremos en el campamento hasta que nos la devuelvan y volvamos a nuestras casas”.
La segunda respuesta es de índole económica. “Un hombre como yo, con 10 hijos, no encuentra habitualmente un vuelto de 300 mil dólares en el bolsillo para comprarse un terreno y construirse una casa”.
La vida en el campamento es barata. Sólo salir y vivir en los barrios de los alrededores es como entrar en el mundo de los ricos.
La tercera razón es emocional, o nacionalista, según quién la mire. “Yo nací en Jerusalén y espero también morir en Jerusalén. Les expliqué a mis hijos que si llego a morir en otro lado deberán hacer todo lo posible para enterrarme acá. Esta es mi alma. ¡No quiero vivir en Hebrón! ¿Por qué un judío no se va a vivir a Moscú? No quiere. Bueno, ¿por qué yo me tendría que ir? Yo tampoco quiero irme de Jerusalén”.
La cuarta razón, llena de burocracia y discriminación. “¿Que por qué no me voy a otro barrio en Jerusalén? A los judíos les dan permiso de construcción en un santiamén. Para un árabe hay en la práctica mil y una vueltas de papeles y aprobaciones, y al final sólo muy pocos lo consiguen”.
A la quinta razón me la cuenta Saher, mientras vamos en su auto hacia la salida del campamento. Con sus 30 años, es uno de los casos de éxito del campamento. Después de haber pasado un par de años en la cárcel al final de la Intifada y de haber estado en la droga, logró salir.
“¿Qué es lo que te hizo encontrar la fuerza para cambiar?”, le pregunto desde el asiento de atrás, tratando de no sonar como un programa de autoayuda de la televisión.
“Estoy casado ahora. Tengo a mi mujer y la responsabilidad no es sólo por mi vida, sino por la suya. Si vuelvo a la cárcel, la pierdo”. Y continúa: “Fue difícil encontrar un trabajo en Jerusalén. Y me sigo presentando ante la policía una vez por semana. Saben que a la mañana estoy de encargado en el depósito de un supermercado y a la tarde como vendedor de celulares. Ellos me conocen y yo los conozco. Pero me molesta mucho cuando me paran para revisarme porque sí, o cuando tardo en salir del campamento por la cola en el puesto militar”.
Con dos sueldos en trabajos formales, por bajos que sean, se puede pagar un alquiler en otro lado. ¿Por qué no te vas con tu esposa a vivir fuera del campamento?, vuelvo a preguntar. “Por mis hermanos. Si no los tengo vigilados, si no estoy pendiente de ellos todos los días, sé que van a caer en lo mismo o peor que yo. No me puedo ir”.

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